Art and Imagination title in spanish


La Edad Moderna (ca. 1500-1800) fue un período marcado por el expansionismo imperial, la conquista y la trata transatlántica de esclavos. Los abruptos cambios sociales y geopolíticos generaron lazos más estrechos que nunca —reales o imaginarios— entre las personas, que propiciaron importantes innovaciones de la cultura material que les circundaba. Desde que los españoles iniciaron la colonización de América a finales del siglo XV y empezaron a difundir el cristianismo, los artistas locales se sirvieron de todo un abanico de tradiciones —indígenas, europeas, asiáticas y africanas— que reflejaba la interconexión del mundo. En poco tiempo tanto las casas particulares como las instituciones civiles y religiosas se inundaron de artículos de importación o de producción autóctona. Esta confluencia de riquezas transformó a América en un gran eje mercantil y cultural al que un autor de la época denominó “archivo del mundo”.

Hispanoamérica no era una entidad homogénea ni monolítica, y los artistas de la región —incluidos aquellos cuyos nombres no se han podido identificar— no se limitaron a absorber pasivamente tradiciones foráneas. Sin soslayar la profunda violencia que marcó el proceso de conquista y colonización, esta muestra destaca la compleja dinámica social, económica y artística de estas nuevas sociedades, que llevó a la creación de innovadoras y deslumbrantes obras de arte, muchas de las cuales se enviaron a otras partes del mundo en su propio tiempo. Basada en la colección de arte colonial hispanoamericano del Los Angeles County Museum of Art, la exposición realza el poder creador de la América hispánica y su posición central en la encrucijada global.


Ver con la vista imaginativa: vislumbrar los sagrado

Los conquistadores españoles trajeron consigo a América su idioma y cultura, y difundieron su religión entre la población indígena. Los obispos, sacerdotes y religiosos franciscanos, jesuitas y mercedarios construyeron iglesias, conventos y escuelas, y recurrieron a obras de arte para instruir en los asuntos de la fe católica. Los encargos de pinturas para retablos y ciclos conventuales eran continuos. Si bien las imágenes en un principio fueron suministradas por artistas europeos, pronto serían los artífices locales de diversos orígenes sociorraciales quienes asumieran su producción para responder a una demanda creciente. La Iglesia desempeñó un papel importante en la difusión de determinados temas, pero los artistas conservaron una notable autonomía y a menudo basaron sus composiciones en historias de la tierra.

Dentro de la práctica religiosa era fundamental la meditación sobre las vidas de Jesús, María y los santos. La elevación de la Cruz de Antonio de Torres —que forma parte de una serie de escenas de la Pasión pintada para el convento franciscano de San Luis Potosí en México— se concibió para instar a la contemplación; la extraordinaria Piedad de Melchor Pérez Holguín seguramente suscitaba sentimientos análogos, trayendo a la memoria los Ejercicios espirituales (1548) de San Ignacio de Loyola, en donde hablaba de “ver con la vista imaginativa” y exhortaba a los fieles a visualizar, sentir e identificarse con el sacrificio de Cristo. Los retratos de obras escultóricas (representaciones de imágenes de culto en sus altares) constituyen otro género pictórico especialmente innovador del arte devocional; en tanto que célebres imágenes milagrosas como la Virgen de Guadalupe dieron lugar a numerosas copias y variantes, testimonios de exaltado fervor. En algunas representaciones la intención religiosa iba aparejada a un claro mensaje político; un ejemplo es La defensa de la Eucaristía y Carlos II, que retrata al monarca español como defensor del Santísimo Sacramento frente a los enemigos de la fe para proyectar el origen divino de su poder.


Modelar la identidad

La indumentaria era un poderoso instrumento para establecer diferencias sociales y culturales, así como un vívido ejemplo del efecto de los intercambios globales. En el imperio incaico (ca. 1438-1533) había talleres especializados en tejer magníficas túnicas masculinas (uncus) aderezadas con tocapu (motivos geométricos de rango y linaje) para el rey y sus aliados. Tras la colonización, los miembros de la nobleza incaica continuaron vistiendo túnicas con bandas de tocapu para denotar su autoridad bajo el régimen español. En el excepcional uncu procesional del LACMA coexisten insignias de poder incaicas y españolas: los leones y castillos de la heráldica hispana y una banda de tocapu estilizados. Un impresionante biombo de México muestra un desposorio indígena en el que los contrayentes aparecen rodeados de espectáculos de origen prehispánico. La pareja indígena participa del sacramento cristiano del matrimonio (símbolo de su integración en el sistema español), mientras que los invitados se distinguen nítidamente por su vestuario, que forma un auténtico catálogo de materiales autóctonos e importados.

En las pinturas novohispanas de castas del siglo XVIII la indumentaria constituye un elemento esencial para fijar el lugar que cada persona ocupa en el orden social. Dado que el color de la piel no era un indicador fiable, sería el traje lo que, entre otros elementos, remarcaría las diferencias sociorraciales en estas complejas obras. Ideadas para categorizar las mezclas raciales entre amerindios, africanos y españoles, estas obras incluyen asimismo una gama de productos locales que subrayan la abundancia de la tierra. Las representaciones de tipos raciales ecuatorianos de Vicente Albán prestan una atención semejante a la vestimenta de los personajes. De pie junto a surtidos de frutas tropicales de tamaño descomunal, las figuras lucen conjuntos regionales distintivos y refuerzan su estatus con la presencia de abundante plata, oro, perlas y tocapu.

A través de la retratística, los individuos podían construir y alterar su identidad y proyectar su elevada posición. El mundo hispánico premiaba la nobleza de cuna, la religiosidad, la riqueza, los títulos y los méritos. El retrato que realizó Andrés de Islas del conde de Tepa no solo muestra al ambicioso burócrata real ataviado con un elegante traje a la moda francesa, sino que incluye una inscripción que fue repetidamente alterada para consignar sus nuevos títulos y acreditar su creciente poder y prestigio.


Materiales convergentes

Hispanoamérica era un sitio de excepcional riqueza generada por la abundancia de recursos naturales y la explotación laboral. En el siglo XVI, llegó a ser un importante eje del comercio global y un gran emporio cultural. La fundación de Manila en 1571 —la capital de los territorios hispánicos en Filipinas—, dio origen a una nueva era de comercio global que permitió a los españoles tejer una sofisticada red de contactos entre Asia, Europa y América. Del puerto de Acapulco zarpaban enormes galeones cargados de plata hacia Manila. Las mismas naves retornaban a la Nueva España repletas de mercaderías asiáticas tales como especias, tejidos, porcelanas, joyas y muebles lacados y enconchados que a continuación se distribuían por Hispanoamérica y España. La afluencia de productos de Asia satisfacía una creciente afición hacia esos artículos de lujo por parte de la élite, al tiempo que inspiraba la creación de otros nuevos, algunos de los cuales hundían sus raíces en tradiciones prehispánicas. Muchas obras de Hispanoamérica se enviaban asimismo a otras partes del mundo, demostrando su atractivo general.

Las pinturas enconchadas de la Nueva España realizadas con incrustaciones de concha nácar conjuntaban las técnicas pictóricas occidentales con materiales utilizados en las artes decorativas de Asia, lo que daba como resultado objetos novedosos de gran vistosidad. En Guatemala los artífices fabricaban muebles de lujosa traza con taraceas de nácar destinados a la exportación; sus diseños sintetizaban y combinaban con originalidad un amplio repertorio de motivos europeos y asiáticos. Por su parte, los artistas de Michoacán en México y Pasto en Colombia se distinguían desde la época precolombina por la elaboración de preciadas lacas; una vez asentados los españoles en esas zonas, se reorientó la técnica para manufacturar artículos al gusto europeo, que en ocasiones reflejaban la afición por los estilos orientales o de inspiración oriental. Los artífices indígenas de las misiones jesuíticas y franciscanas en las regiones que hoy corresponden a Bolivia y Paraguay, eran expertos en la talla de objetos de madera que echaban mano de tradiciones locales y extranjeras, en tanto que las abundantes obras de platería, el metal que tanta fama diera al continente, fueron fruto de la experiencia milenaria de los orfebres indígenas. Esa confluencia de materiales, técnicas y estilos dio origen a la aparición de nuevos y deslumbrantes objetos que dialogaban con las tradiciones del resto del mundo.


El arte de dos artistas: la cultura de la copia

La idea de un modelo original, o invenzione, del que derivaban otras imágenes de menor valía, se ha aplicado con frecuencia al estudio del arte colonial. Sin embargo, tanto la tradición de crear réplicas como la producción seriada fueron parte esencial de la práctica de la pintura en la Edad Moderna. El polígrafo sienés Giulio Mancini (1558-1630) señaló que una copia es preferible cuando es tan hábil que engaña al espectador, porque en ese caso contiene “el arte de dos artistas”. El pintor y teórico español Francisco Pacheco (1564-1644) afirmaba que “la invención procede de buen ingenio y de haber visto mucho, y de la imitación, copia y variedad de muchas cosas”.

Las obras de esta sección, pertenecientes al virreinato de la Nueva España, ofrecen un poderoso comentario visual sobre el proceso creativo de los pintores locales. El artista poblano Antonio de Espinosa combinó varios conjuntos de estampas populares flamencas para realizar sus pinturas de los meses del año; sin embargo, dejó constancia de su propia capacidad de observación al transformar una serie de figuras europeas en tipos locales mexicanos, a los que diferenció por razas y clases sociales. Juan Patricio Morlete Ruiz, un destacado artista que impulsó la fundación de una academia de pintura en la ciudad de México, se basó en algunos conjuntos de estampas académicas francesas de la época, entre ellas Las batallas de Alejandro y Los puertos de Francia. Al citar, modificar y elaborar dichas escenas, Morlete Ruiz no solo demostró su maestría, sino que también supo posicionarse con respecto a una comunidad transatlántica de artistas que compartían las mismas inquietudes intelectuales. De forma análoga, las obras de Juan Rodríguez Juárez y Nicolás Enríquez dan respuesta a una amplia variedad de fuentes locales y foráneas, lo que demuestra la fluida circulación de imágenes e ideas entre Europa e Hispanoamérica.


La intimidad de la fe

En Hispanoamérica la fe era un asunto público y a la vez profundamente personal. Había imágenes que exigían un escrutinio atento para instruir, servir de instrumento mnemotécnico para la contemplación y despertar sentimientos piadosos; su pequeño tamaño contribuía a atraer a los fieles. En los primeros años de la evangelización, los artistas indígenas se sirvieron de sus antiguos materiales y técnicas para crear objetos de la nueva religión. El célebre “Cáliz Hearst”, con su combinación de metales preciosos, plumas, maderas talladas y cristal de roca, destaca por ser una de las obras más complejas de la orfebrería mexicana del siglo XVI. Al ser sostenida en alto durante la misa, esta elaborada pieza habría brillado, despertando sentimientos de lo divino.

Las pinturas y esculturas devocionales de carácter íntimo se guardaban en las capillas domésticas, en donde eran atesoradas por los fieles y testimoniaban su devoción por ciertos santos e imágenes milagrosas. Las encarnaciones y los ojos de vidrio de una talla de la Virgen del Rosario le brindan una apariencia más humana, desdibujando la frontera entre realidad y ficción. En la conmovedora Sagrada Familia de Nicolás Rodríguez Juárez, María y el Niño interpelan al espectador para suscitar su reacción piadosa; la ausencia de elementos espaciotemporales engendra una sensación de inmediatez que incrementa la capacidad emotiva del pequeño icono.

Los miembros de las órdenes religiosas también encargaban pequeñas imágenes devocionales. En su Sacra conversación con la Inmaculada Concepción y el Divino Pastor, Antonio de Torres representa a una monja concepcionista entregando amorosamente su corazón al místico español Juan de la Cruz, conforme a un tipo de visión religiosa que la aproximaba a su admirado santo. Algunas obras se llevaban junto al cuerpo, como acto de devoción más íntimo. Los elegantes y minuciosos medallones de monjas y frailes presentan complejos microcosmos de los santos a quienes veneraban y cuyo culto promovían. Prendidas sobre el hábito a la vista de todos, estas pequeñas pinturas encerraban tanto mensajes personales como políticos, al igual que las obras de gran formato que ornaban sus conventos e iglesias.


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